jueves, 24 de septiembre de 2009

Si en el más alto cerro me colgasen,
Madre mía, oh madre mía,
Bien sé qué amor me acompañará,
Madre mía, oh madre mía

Si me ahogase en los profundos mares,
Madre mía, oh madre mía,
Sé que lágrimas hasta mí habrán de llegar,
Madre mía, oh madre mía

Si en alma y cuerpo me viese condenado,
Yo sé bien qué oraciones me salvarán,
Madre mía, oh madre mía

Rudyard Kipling


El ejército

Un homenaje a mi madre y a las madres que todavía caminan buscando a sus hijos.

Hay personas que recuerdan lo que sueñan. Otras que nunca recuerdan nada. Para un grupo los sueños son confusos. Para otros, los sueños, sueños son. Finalmente también están aquellos para los que sus sueños comunican y se animan a descifrar su significado. Para ellos, los sueños, las señales, son, como muchas otras cosas, una cuestión de fe y de amor.
I
El correo llegó mientras ella se preparaba para tomar el café. Estaba oscureciendo, la presencia sutil del viento agitaba los pétalos de las flores y las hojas de las plantas que adornaban el frente de la cabaña en la que, alguna vez, había vivido el joven aquel que temblaba, encerrado en su habitación.
Además de madera, la casa estaba construida de ladrillos a la vista, cientos de esas piezas colocadas en forma horizontal, separadas por pinceladas de cemento, que dibujaban un cuadro para cada una de ellas. Una ventana, una puerta, una puerta y una ventana, de esa sucesión, de derecha a izquierda, se componía el frente. Las persianas de madera con rejillas, se abrían hacia fuera, las ventanas, hacia dentro. Las primeras, en los dos casos, estaban abiertas de par en par.
La claridad, que iba menguando, dejaba observar el brillo de bronce de los picaportes de las puertas.
Del amplio terreno delantero del hogar se levanta un ejército de plantas distribuidos por los laterales: álamos, bignonias, helechos, eucaliptos, algarrobos, plantines, claveles, que le imprimían un tinte de color y vida a la casa en donde está sentada la señora rodeada de tres sillas, que permanecen sin ser ocupadas.
A diez cuadras, un regordete de 27 años comienza a aminorar la velocidad de su bicicleta, suelta los pedales momentáneamente y sus piernas flotan por encima de ellos, se sujeta nuevamente, y con sus dedos frena entrecortadamente. Sobre su hombro cuelga una mochila azul oscura que combina con la gorra que lleva puesta, en la que de frente se lee: Correo Argentino. (BEEep). Se tira débilmente sobre la banquina, esbozando una sonrisa a su maniobra de circo, un auto lo pasa, su conductor le dirige una mirada furtiva. “Pero cómo no te vas a la mierda”, piensa el dueño de una bici destartalada, que continúa su camino.
Esta vez, el sentido que a las madres las transforma en seres místicos, que lleva a entender por qué continúan diciendo ‘mi bebé’, aun cuando el niñito muestra abundante barba y una voz ronca de años de fumar, no aparece, no se hace presente: no ve venir la avalancha de sentimientos que se concentrarán en su pecho, cuando entre sus manos tenga las hojas que él escribió con sufrimiento.
Hace unos días ella le había comentado a su marido que el Mati no llamaba hace tiempo (dos días). Él la miró, sonrió, y se levantó de la silla. Finalmente le dio un beso en la frente y se marchó. Ella pensó unos segundos más y luego levantó la mesa: primero los platos, encima de ellos los cubiertos, y finalmente los vasos.
La cocina era pequeña, junto a ella estaba el lavavajillas y enfrente una heladerita. En la casa, este espacio era un lugar de transición entre la habitación y el living. Al final de este último, se encontraba la puerta que comunicaba con la habitación de Mati.
En esta oportunidad, salvo en aquella ocasión, ningún augurio le había advertido que su hijo no se encontraba bien. Como sí había ocurrido cuando terminó con Eliana, ella lo supo, aunque ni él ni ella se lo dijeron, aunque trataran de ocultárselo. Nadie se lo había dicho. Como el día que esos muchachos le pegaron, ella ni siquiera tuvo que verlo: se había escondido todo ese fin de semana en casa de sus abuelos, sin embargo ella lo sabia, se afligió al principio cuando esa punzada en el estomago (algunas veces la revelación sobrevenía a través de un sueño) apareció súbitamente, sin embargo al escuchar su voz por el teléfono, respetó que su hijo tratase de fingir que todo estaba bien, cuando en realidad tenía una bolsa de hielo sobre sus mejillas inflamadas.
Sin embargo hubo un día en que no pudo ocultar su ánimo, esa tarde despertó con lágrimas en sus ojos. Había “visto” a su hijo en la vereda del colegio llorando con la frente apoyada en las rodillas. Se levantó de la cama, enfurecida, era ya de noche, su hijo iba al colegio por la tarde y era Adrián quien lo pasaba a buscar. Ninguno de los dos se encontraba. No era la primera vez que se dormía y despertaba al anochecer, como tampoco era la primera vez que despertaba y no se encontraban los hombres de la casa.
Estaba lista para salir cuando llegaron, él estacionó el auto, y ella inmediatamente le gritó: “¿qué estuviste haciendo que no lo pasaste a buscar?”. Padre e hijo se miraron sorprendidos, era verdad, Adrián no había podido llegar a la hora exacta a buscar a su hijo, por eso habían planeado lo que iban a mentir: helados, una vuelta, la tía, otra vuelta. Pero no. El reflejo de ambos los había declarado culpables. Días más tarde se preguntaron cómo. Ella tomó de la mano al niño, y ni siquiera miró al desgraciado que se había olvidado a su pequeño hijo. “En qué estabas pensando. Inconsciente”- le diría, en un tono no del todo conciliatorio, días más tarde.
¿Cómo?: lo supo. Nada más.
Sobre la mesa, de la que ella ve caer la tarde, hay un diario, una azucarera, una servilleta, un plato y una cuchara, de allí toma con sus dedos la oreja de la taza que está orgullosa de haber comprado, cuando escucha que alguien golpea las manos. Levanta su cabeza, y sus ojos claros, distinguen entre las rejas del portón al muchachito del correo que, como acostumbra, dejó apoyada su bici en el desvencijado cesto de la basura. Se puso de pie y se dirigió a la puerta por el sendero de la entrada. Vestía una remera salmón y un jean azul, su pelo negro y enrulado brincaban en su frente como si fuesen resortes. Abrió el portón.

II
“Hoy, alguien tocó la puerta dos veces. La tercera vez sólo fue un anuncio de que la puerta se vendría abajo.
La tiraron.
Cuando escuché el sonido por segunda vez, : “Listo” le dije, “te creo”, creyendo aún que se trataba de una broma. Y ya era tarde”.
Las ventanas de sus ojos comenzaron a acumular desesperación, se frotó los ojos como si algo le picara.
“Y entraron.
Nosotros, que estábamos sentados a la mesa, observamos confundidos, no tuvimos tiempo a reaccionar, alguien me sostenía las muñecas, y otro me sujetaba del pelo. Lo mismo hacían los otros tres con mi compañero. Noté que mis piernas se entumecían al igual que mis brazos. Lo único que podía sentir era mi corazón latiendo desesperada y desenfrenadamente. Mis pensamientos se disparaban de manera tan vertiginosa que no recuerdo ninguno. Sentía miedo.
Fueron pocos minutos, lo sé, y sin embargo.....
¿Para quién escribo?
Creo que para la misma persona en quien pensaba cuando me aseguraron que eran mis últimos minutos de vida. Para la misma persona a la que deseaba tener a mi lado.
¡Como le pegaron a él! Le pegaron tanto que, tirado en el suelo, minutos más tarde, se retorcía y tenía espasmos como si continuaran. ¡Tanta furia!
Horas más tarde, luego de que se lo llevaran, me senté en un rincón. Con la cabeza apoyada a las rodillas le pregunté a Dios, ya que no estaba ella, ¿quién? ¿por qué?
El no saber las respuestas posiblemente es lo que me permite seguir vivo.
Nadie recibirá estas hojas, aunque siempre hay alguien que las encuentra y las recuerda.
Mi nombre es Matías Gonzáles, fui compañero de habitación de un hombre que sí tenía las respuestas de aquellas preguntas. Su nombre es Roberto Esthuer: estudiante enérgico”.


III
La taza se cayó de sus manos y se estrelló en el piso.
La noche se había apoderado del jardín engendrado en sus brazos.

IV
Despertó bruscamente.
Angustiada.
Se sacó de encima las colchas y comenzó a vestirse.
-Vamos a tener que comprar una taza nueva amor- le dijo Adrián al verla despierta.
Sin prestarle atención, continuó vistiéndose.
- Encedé el auto. Vamos a buscar a Matías.
- Pero mujer, hoy es martes.
Lo observó y no hizo falta explicar nada.
Con esta sensación se levantó cada día, a partir de este, un ejército de madres.

1 comentarios:

Walter ...!!! dijo...

Voy hacer hincapié en lo referido a las madres en mi comentario, la metáfora del cuento llevaría a un debate largo y extenso del cual ya se hablo mucho...
Pepo de la gente!!! me parece muy interesante lo que escribís, siempre me cuelgo y no te dejo un comentario y hoy lo quise hacer, voy a caer en frases echa al decir madre hay una sola, o que nadie se atreva a tocar a mi vieja, podría decir que si volviera a nacer la elegiría de nuevo, pero de eso también ya se dijo no? En mi caso diría que habría que invitar nuevas frases para explicar lo que siento por ella.
Amigo nos vemos está noche para comer unas pizzas, un abrazo y te felicito por esta faceta y mis deseo es que explotes al máximo tu talento como escritor.

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